Es una comedia, es muy sencilla, está llena de poesía visual, y tiene un fondo filosófico magnífico para una tarde de debate después de ir al teatro. Muy recomendable para inquietas de espíritu y sus novios, que se reirán mucho. Un trabajo digno, admirable, el contrapunto de lo que vi al día siguiente (léase Tirano Banderas).

Como en una pesadilla, un funcionario atravesado nos complica la vida con absurdos requisitos solo para pobres. Como en un juego de niños, la competencia por el territorio (y la propiedad privada) nos demuestra que somos todos ruínes y ciegos. Como en una película surrealista nuestros padres han escogido en una ventanilla el signo, el nombre, las taras psicológicas y hasta la edad de nuestra muerte.
Todo esto ocurre con mucha gracia en un espacio vacío, con cuatro cajas de madera. Los planteamientos no son gratuitos, y convergen en una delirante escena final de batalla por la personalidad. Solo le falta un par de canciones bien cantadas mientras enterramos un perro o amamantamos un muñeco.
El espectáculo tiene algo de Principito (de Saint-Exupéry) y algo de teatro expresionista, pero el espectador lo vive con alegría. Los cinco actores se entregan al juego limpiamente, y a mí personalmente me encantó el trabajo físico. La coreógrafa se llama Rebeca Matellán, era supongo la actriz que componía unas imágenes realmente bellas en suelo. La gestualidad de un espectáculo surrealista puede ser mucho más hilarante, teatral sin complejos, y de movimiento coreografiado. Apuntan en esa dirección.
Mi más cordial enhorabuena, y la recomendación para quien quiera pasar un buen rato sin zozobras. Salí del teatro cargado de humanidad. Para zozobras, las del teatro oficial (además de público).
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